sábado, 18 de abril de 2009

EL DESEO EN TELLERDA









No suelo salir de casa sin mis crampones, soy hombre poco dado a los viajes y las aventuras, y me produce terror que una mañana cualquiera mi jefe me ordene visitar la delegación de Casetas, Utebo o incluso Alagón, poblaciones todas ellas ignotas para mí y que imagino llenas de grandes peligros y abundantes hielos. De tal modo que haciendo caso a mi madre, lleva siempre encima unos crampones limpios no vaya a ser que te atropelle un autobús, rara es la vez que los dejo olvidados en la mesilla de noche. Y para ir a Tellerda sabía que los iba a necesitar.

Me enamoré locamente de Désirée nada más verla en el weblog de Eduard Blanco. Era justamente el tipo de mujer que me gusta: Morena de pelo lacio, blanca de piel, carnosos labios rojos, ojazos verdes y calladita. Vamos, lo que a cualquier hombre que se precie de serlo. Leí que acababa de cortar con su novio y que se había quedado tirada en Barcelona. Yo tenía unos días de fiesta y qué mejor que invitarla a Zaragoza a celebrar la resaca del Bicentenario de Los Sitios. Se me da bien estrechar lazos con culturas distintas. Me estremecí al ver que Eduard la había enviado, no sé con qué intenciones, al pueblo de Berbi. Pobre francesita, dulce colifror escarolada, sola e indefensa en Tellerda. Morales abrió rápidamente sus garras de araña en celo y estaba dispuesto a devorar a la mariposa tricolor. Hice de tripas corazón y me fui a la Estación Central de Autobuses a comprar un billete de ida a Tellerda. No podía consentir que el cuento acabara así.

Intenté explicar a mi mujer que tenía que hacer un viaje urgente, ¿tú? si el viaje más largo lo has hecho al Arrabal, no comprendió que me enfundara en su traje de esquiar y que me calzara mis botas negras de baloncesto. También coloqué en la mochila el trajecito de explorador y el bote de ahuyentar mosquitos que me compré cuando casi me obligaron a viajar a Iguazú los de mi empresa. No seas tonto, hombre, si te ha tocado, te ha tocado. Muchos matarían por estar en tu lugar. Aún recuerdo los gritos de la azafata cuando empuñé la pistola de chocolate para que detuvieran la maniobra de despegue del avión. Besé a mi hijo en la frente y le dije que algún día lo entendería. ¿Me traerás un gormitti?. Lo peor fue al llegar a la estación y la cara que puso el de la taquilla cuando le pedí un billete a Tellerda. ¿Tellerda? Llamó a su supervisor al notar mi desesperación. Su jefe, por algo había llegado a serlo, le explicó que me vendiera un billete a Aínsa y que antes de llegar a término le preguntara al conductor por dónde caía el Tellerda por el que le estaba martirizando. Si no hubiera sido por la mampara que nos separaba le hubiera estampado un beso en la boca. Eso sí, tuve que acampar toda la noche al lado de un banco, bajo la atenta mirada del vigilante de seguridad y las rondas, aparentemente casuales, de la pareja de la policía. El autobús del amor no saldría hasta las ocho de la mañana.

Imaginé la cara de Berbi a la puerta de la taberna de El Zarpas, sentado en un banco de madera, ligeramente achispado por el pacharán de la espera. La perilla que le ha hecho famoso y su legendaria caída de ojos serían armas suficientes para derrotar a mi amada Désirée. No pude conciliar el sueño, casí podía masticar los gritos de la dama del Elíseo momentos antes de ser aplastada por el cuerpo del tellerdano. No llores Desi, no llores, que vas a lograr que se me atragante el bocadillo de jamón con tomate. Fui el primero en subir al destartalado autobús, me senté al lado de la conductora después de haberme cerciorado de que conocía el camino y me agarré lo más fuerte que pude al asiento. Tengo tendencia a marearme y en esta situación me temía lo peor. Antes de pasar la Academia General Militar ya había vomitado tres veces. Serían los nervios, el esófago o el carajillo que desayuné, pero no había manera de dejar de pegar la cara en la bolsa gris con la que me obsequió la amable conductora. Debían ser las doce y media de la mañana cuando besé el suelo de Tellerda.

Pálido como el sudario de Cristo logré preguntar a un aldeano por el paradero de José María, el de Casa Berbi. Ahí enfrente, la primera que cruza a la derecha, al lado de Casa Raso, un poco más abajo de los Picón. Se quitó la boina y amablemente me dijo que tenía que ir a escamochar unos pepinos y a ver si azuleaban las berenjenas. Por lo visto, en Tellerda es algo así como el deporte nacional. Antes de marchar me contó que no creía que el malhechor estuviera en casa, que por la noche se largó pronto del bar, dando tumbos, abrazado a la cintura de una gabachica que les miraba con cara de susto. Pobreta, no la habrá dejao pegar ojo. Que de buena mañana había pasado bajo su ventana camino del collado. Con Dios, amigo. Mis peores presentimientos se estaban haciendo realidad. Además me empezaba a molestar el tiro del mono de mi mujer y se me había rajado la culera al agacharme para ajustar los crampones a mis Nike. Me unté la cara de Utabón, cogí un palo a modo de bastón y me encomendé a los santos que logré recordar para que me protegieran en esta aventura. Qué bien entendía ahora lo que debía sentir Pauner allá en el Himalaya, rodeado de sherpas y con los dedicos a medio congelar.

Atravesé un mar de árboles en flor que no supe identificar, nunca presté mucha atención en clase de naturales, verdes prados en las faldas de montañas que imaginé poco menores que el Everest, tomé un sendero que me hizo estornudar casi hasta la muerte, atragantado por un olor que rápidamente relacioné con los poleo menta que se toma mi mujer para desayunar. Agotado, me senté a descansar bajo un enorme árbol negro con pinta de ser un olivo, no sé si un cocotero. El sol estaba en lo más alto y una gota de sudor mezclado con pomada antimosquito me resbalaba por mitad de la espalda, terminando su recorrido a la altura de la canaleta del culo. El frío comenzaba a ser intenso y la vegetación cambiante por un pedregal espolvoreado de blanca nieve polar. Arrojé la brújula con rabia al ver que me olvidé las instrucciones en casa, malditos aparatos japoneses, ni el mismísimo Hilary sería capaz de descifralos. Retomé la marcha, aterrorizado por la ventisca y a punto de mandar al cuerno a la francesita, al amor y a la madre que los parió. Mi educación tardofranquista me hizo seguir en el empeño. Con esfuerzo se consigue cualquier meta, rezaba mi libro de Formación del Espíritu Nacional. Al lado de las nubes, aquello cobraba su verdadero sentido.

No podía creerlo, pensé que era uno de esos espejismos que alguna vez leí se producían en las laderas de los montes, provocados por el hambre, olvidé comprar víveres en el colmado del pueblo, y la falta de oxígeno. Pero no, no era un espejismo, aquella perilla escarchada era inconfundible por más que el felón de Berbi hundiera los ojos en su polar rosa chicle. ¿Qué has hecho? ¿Y Désirée? Temí lo peor, un brillo loco refulgía en sus ojos, detrás de sus gafas polarizadas que tan bien le quedaban. Le agarré de un brazo y le zarandeé mientras le gritaba las dos preguntas que el eco me devolvía multiplicadas. Cho-cho, ré-ré, cho-cho-ré-ré... Se zafó rápidamente ayudado por su conocimiento del terreno y por la flaqueza de mis fuerzas. Casi me tira por el precipicio. Llegas demasiado tarde, es lo único que me dijo, que me gritó con su fuerte acento Tellerdano. Arde-arde. ARDE!!! Siguió en su descenso mientras se comía un bocadillo de fuet e iba cantando no sé qué tonada de la Ronda de Boltaña sobre un país perdido. Yo me ajusté los crampones que me estaban haciendo unas rozaduras espantosas y me enfrenté con mi destino. El frío me estaba dejando el ojete como un frigodedo y notaba síntomas de congelación en la punta de la nariz, mi apéndice más prominente cuando estoy vestido.

No puedo precisar el tiempo que pasó, no podría decir los kilómetros que ascendí por aquel paraje terrible antes de encontrarme con aquel horror. Mon amour francés estaba congelada, recostada contra una piedra, una sonrisa en los labios y un hilillo de sangre de fresa en la frente. La cima estaba repleta de excursionistas desprevenidas a las que una ola de frío había dejado inmortalizadas para la posteridad. Eran hermosas, jóvenes para siempre, vestidas con ropas no muy distintas a las mías, ojos de ginebra azul que parecían mirarme con amor. Dudé por un segundo dejar que la montaña incrementara su colección, hacer que uniera otra pieza más a su macabra galería. Con lágrimas en los ojos que el viento convertía en copitos de nieve, me abalancé con furia loca y ciego de amor sobre el cuerpo de mi cruasantito. Le golpeé dulcemente en las mejillas, le dije que no se durmiera, la abrigué con mi trajecito de explorador. Pero no reaccionaba, estaba rígida, helada. Le abracé con todo mi cuerpo, intenté transmitirle mi calor, la poca vida que sentía me quedaba dentro, agotado por la ascensión y la inanición. Empecé a masajearla, intentando que el color volviera a ella, que brotara la primavera en mitad del más duro invierno. Primero los brazos, luego las piernas, demorándome en sus muslos, en sus duras nalgas, frotándome en las partes sensibles de su anatomía. La besé en los labios sintiéndome un príncipe azul de frío. No despertó. Deseé que como aquella lejana vez, dos ángeles con la cara de Michael Jordan bajaran del cielo y nos llevaran lejos de aquel infierno. Cuando alcé mis ateridos ojos, próxima la noche, sólo alcancé a ver negros nubarrones barrigudos que no presagiaban nada bueno.

El descenso fue complicado, peligroso, de no ser por mis crampones jamás habría escrito esto. Pese a todo resbalé, resbalamos y caímos al suelo varias veces. Creo que eso me ayudó a entrar en calor y a madame assoupie a volver a la vida a base de golpes y heridas por las que brotaba algo parecido a la sangre. Sus mejillas se colorearon y sus púpilas volvieron a ser tan verdes como el mar menorquín. Me deshice de la inútil mochila y la coloqué a corderetas, a punto de llorar por el acalambramiento de mis vigorosos brazos. Creí morir de emoción al ver a los lejos, en medio de las laderas verdes, los tejados pizarrosos de las primeras casas de Tellerda. Aguanta, aguanta, un poco más, pronto llegaremos a Eurodisney, le dije al ser la primera cosa francesa que me vino a la cabeza. Cuando llegamos a la plaza del pueblo, tristemente iluminada por tres bombillas desvencijadas, los lugareños debieron pensar que éramos el mismísmo hombre de las nieves y su novia a la vuelta de la luna de miel.

Allí estaba Angélica, con lágrimas en los ojos y creo que eran de verdad, uno nunca sabe con las actrices. Poco tiempo después, delante de un plato de migas a la pastora y una botella de vino tinto que sabía a rayos, me contó que habían venido en cuanto se enteraron, nada más que Luis dio la voz de alarma al leer el mensaje de Berbi el perillán. Me costó más encontrar a su marido, el Señor Ubé y su manía de la invisibilidad. Ahí estaba, tras sus gafas de pasta y una poblada perilla que me hizo estremecer de miedo. Enseguida reconocí a Borrás, no nos habíamos visto en la vida pero le distinguí por su porte elegante y la educación que transpiraba. Nos abrazamos los cuatro en silencio y casi se me cae al suelo la pobre Désirée. No me avergüenza confesar que lloré y que alguien me tocó el culo con disimulo. Luis, que hacía unas horas había aterrizado con su avión privado en un sembrado cercano ante el pasmo y disgusto de un lugareño, me hizo un gesto con la cabeza. En una esquina de la plaza, entre una pareja de hermanos de la guardia civil, Joel y Ethan, destinados en el cuartelillo de Fago, estaba Berbi. Impertérrito, con la mirada en lo alto de la montaña, parecía estar muy lejos de allí. El alcalde, el cura y el médico, tras presentarse con mucha educación y respeto, me explicaron que lo habían detenido nada más aparecer en el término municipal, avisados de lo que había hecho y esperando que el peso de la ley cayera sobre su canosa cabeza. Estaban organizando una partida para salir en nuestra búsqueda nada más clarear el cielo.

Tras dejar a mi amada en pleno deshielo, en manos de las enlutadas y velludas mujeres que se arremolinaban en silencio alrededor nuestro, no tuve valor para cruzar mi mirada con la del delincuente novato. A empujones lo llevaban a la casa del alcalde donde esperarían refuerzos para conducirle al juzgado de Aínsa. La pareja de hermanos bigotudos atricorniados habían desestimado llevarle a Fago por el alto riesgo de fuga, de pequeño estaba todo el día huído de clase martirizando lagartijas, nos contó más tarde Don Anselmo, el maestro. Sus explicaciones quedaron interrumpidas por el ruido de las hélices del helicóptero del 112 que iba a trasladar a Désirée al Miguel Servet de Zaragoza. Me negué a acompañarles, que una cosa es el amor y otra que a uno le guste quebrar las leyes de la gravedad en el primer artefacto que te presenten. Veinticuatro horas después me quité los crampones y pensé que Tellerda era un buen lugar para descansar. Después de todo, Casa Berbi iba a estar vacía diez años y un día.


NOTA: Para la cabal comprensión del texto, si ello es posible, se recomienda leer el relato Désirée, la Francesa, de Eduard Blanco http://eduardblanco.wordpress.com/2009/04/08/desiree-la-francesa/ y la francesita Désirée, de José María Morales http://unodetellerda.blogspot.com/2009/04/la-francesita-desiree.html

Dios les perdone.

Gracias a Angélica, Ubé y Borrás, constantes fuentes de inspiración

domingo, 12 de abril de 2009

DE ENTRE LOS MUERTOS


He dejado de beber. Y me siento mejor, creo. Llevaba unos cuantos días soñando demasiado, como dicen los Lagartija Nick, qué graciosos han sido llamando a su último trabajo Larga Duración, si casi no llega a los treinta minutos. Será actitud punk o postmodernismo, no lo sé, lo que tengo claro es que se podían haber estirado un poquito más el Antonio, la Lorena y compañía. Larga Duración. Y no vale ni la mitad. Antonio Arias con su acento aspirado, con sus aspiraciones de estrella intelectual, ahora un poquito de flamenco, ahora os cuento quien era Val Del Omar, ahora me enfundo en un traje gris a lo cibernético en el Albaicín. Con su boquita de piñón y su calvita de melón. Si Bauhaus levantara la cabeza te dejaba sin el Nick. Larga vida. He dejado de beber porque estaba soñando demasiado.

Pensaba que era por la fiebre, por el alcohol mal digerido que me estaba matando, una idea que se había quedado atravesada en el lóbulo inferior, ahogada en la esponja reseca del hemisferio occidental. El cerebro es una geografía aún por explorar, nos falta un Admunsen con dos pelotas que ponga una pica en Flandes, que vaya un poquito más allá que el bueno de Don Santiago hace casi un siglo. Tanto aparato y todavía estamos en las mismas. Me da miedo soñar por las noches, últimamente sólo veía cucarachas y ya no me bastaba con abrir los ojos para hacerlas desaparecer. Seguían ahí tras despegar las pestañas empapadas en alergia, podía oírlas arrastrando sus patitas, escalando al edredón empapado en terror, haciéndome saborear algo repugnante. Por eso he decidido dejar de beber. Por eso y porque me daba miedo que lo último que vieran mis ojos fueran los brazos peludos de un anestesista empeñado en que cuente hacia atrás, Cabo Cañaveral con olor a desinfectante y un frío que se te clava en los cojones. Estoy seguro de que alguien me observa.

Aeropuerto. Cooper. 12.95. Larga Duración. Lagartija Nick. 11.95. Oferta. Josele Santiago y sus Menudencias. Idem. 12.95. Oferta. Juro que cuando entré a la FNAC sólo quería comprarme el primero. Ando un poco tristón estos días y para mí esa tienda es como ir al Pilar, entrar ahí es estar un poquito más cerca del cielo. A lo mejor con menos poesía. Nuevo intento. Conocía a una tía boba que en cuanto le entraba la depre se iba al Corte Inglés, sección señoras desesperadas y compraba todo lo que podía con su famélica tarjeta. Diez minutos de felicidad bien valen una muesca más en la cuenta menguante. Qué pena que no tengan ese suéter beige en mi talla. Así está mejor. Pues eso, entre libros y cedés soy feliz. Mientras sujetaba con una mano el paraguas, con la otra el abrigo para no morir asfixiado de enormísima calefacción capitalista en abril, con la boca lo de Cooper y con mis desgastadas rodillas la bolsa del supermercado, Josele me guiñó un ojo desde la estantería. No pude resistirme. Voy de aquí para allá y al final siempre termino en los brazos aguardentosos del hijo del pintor cotizado. Los otros son amantes, furcias de carmines corridos, polvos ocasionales con un poco de látex. Soy como el marido que siempre vuelve a casa, oliendo a mentira pero listo para cenar a las diez. ¿Están los niños acostados?. El enemigo es un poeta, mal que le pese, es un amigo, bien que le parezca, es un artista con olor a aguarrás y pescado. Se ha inventado una discográfica, ha perdido pelo para salir en las fotos, se ha roto la última cuerda vocal que le quedaba para contestar con indisimulada desgana la tópica entrevista de turno, no me importa lo que me cuentas, a mí me pagan por estar aquí. Anda y que te jodan. Enciendes el chisme y suena a verdad, a directo, a rocanrol con mayúsculas. Pasa con nota la prueba de la escucha en mi viejo discman, Cooper no ha salido tan airoso, sonido saturado en algunos momentos, se lo perdono y lo achaco a mi ejemplar desportillado, Josele ha sacado un sobre sin entrar al examen. Y cuando escapaba por fin, casi piso a la lagartija. Me pongo las gafas de sol para no ver más, dichoso Borges y su ceguera apresurada. Paso por caja para no levantar sospechas.

Llevo unos días sin probarlo, casi no tengo fiebre, y sin embargo esta noche he vuelto a soñar. Una ciudad en blanco y negro que no conozco, miles de grises deslizándose hacia el blanco, alguien fuma de perfil y todo le da lo mismo, en primer plano, con los edificios al fondo, debe ser bonito vivir sin colores. Mira hacia el frente con un flequillo mordisqueado. Le tiembla el labio inferior y en sus ojos puedes ver la nada. Canta con una voz gutural mientras se mueve epilépticamente un ratito antes de colgarse de una cuerda en la cocina. Se llamaba Ian y era tan joven. Me gustaría tener a mano mis gafas 3D para coger unas tijeras y repasarle el flequillo, cortarle el cigarrillo o arrancar la viga de su casa. No quiero estar aquí cuando su mujer regrese, los muertos lo dejan todo perdido. Aparto las ideas para unos cuentos, los sueños están llenos de palabras que nadie usará jamás. Una joven está sentada en un banco, al aire libre, se mira los zapatos sin muchas ganas, puede que sea lo único que alcanzan sus ojos. Fuma. Le gustaría echar un trago pero no le dejan. Las demás dan vueltas por el patio, las manos a la espalda, pensando sin pensar. El fondo del mar es un buen lugar para descansar, entre galeones hundidos y fardos de hachís, así llegan luego las ballenas río Hudson arriba. La chica que fuma y mira, ve como la punta de su bota derecha lleva un ritmo de una melodía que bucea entre sus neuronas. Dicen que es lo último que escuchó antes de levantrse del sofa, la cuerda entre los dedos, recordando los nudos marineros que aprendió de pequeño, cuando todavía no soñaba con cucarachas y las linternas no le daban miedo. Me despertó el olor agrio de un vómito conocido. He dejado de beber pero mi estómago no se acuerda. Los borrachos lo dejan todo perdido.

viernes, 10 de abril de 2009

Y CRISTO SALIÓ A PASEAR





Hoy quiero recuperar un texto que escribí hace un tiempo, en un día parecido al de hoy. Cristo sigue muriendo todos los días, en cualquier lugar del mundo, en nuestras calles. Hora sería de ir haciendo algo.



Son las doce de la noche y es Jueves Santo. La plaza de San Prudencio se acaba de quedar a oscuras. Como todos los años, con la última campanada del cercano reloj de la Diputación, se han apagado las farolas que a diario iluminan tenuemente la calle, dándole un aspecto irreal, casi fantasmagórico. La fachada de la Iglesia de San Marcial Mártir parece desplomarse sobre quienes la contemplan, barroca y sobrecargada, incapaz de soportar el dolor y la culpa de los vecinos. Los árboles desnudos mueven sus esqueléticas ramas queriendo agarrar las almas de los allí congregados. Hace frío y el silencio lo ocupa todo.


Al abrirse pesadamente las dos hojas del portalón de madera de la vieja iglesia, Juan siente un peso en los ojos. Lleva el estandarte de la Cofradía de Cristo Claveteado y Nuestra Señora del Infinito e Injusto Dolor. Ya son muchas procesiones a sus espaldas, tantas como Semanas Santas que falta su padre desde que aquella bala se alojó en su cerebro. Juan intenta acostumbrar su vista al negro exterior y con paso tambaleante inicia el camino al compás que marca un tambor y un bombo. La negra sotana no va a ser suficiente para proteger su enfermo cuerpo. Piensa que debería haberse ajustado mejor el tercerol plisado que cae por su espalda y que oculta su rostro a la multitud. Hasta que no hagan la primera parada no podrá recomponerlo. Y se le ha olvidado mear.


El leve repique de los instrumentos sale de las manos de Tomás y Mateo, hermanos que llevan tiempo sin hablarse y que sólo coinciden en estas fechas. No han tenido valor para mirarse a la cara. Hay días que Tomás se siente sucio, indigno. No está bien enamorarse de la mujer de tu hermano. Mucho menos pedirle que le abandone y que escape contigo lejos de aquello. Tocan bajito, con soltura, ya son muchos años de ensayo y callos en las manos. Se sienten bien por un momento. Ven la espalda de Juan y confían en que pueda acabar la procesión. La hilera de velas pasa a su lado y oscilan las caras de los invisibles cofrades que van apareciendo desde la oscuridad del templo. La sección de tambores se ha puesto en marcha con el chirriante toque del cornetín. Decenas de palos acarician los parches manchados de tinta y sangre.


Para Santiago ésta es la primera vez. Sus amigos del instituto han venido a verle y luego han quedado para beber en el bar de siempre. Le gustaría llevar capa encima del hábito, se vería más guapo, pero lo da por bien empleado a cambio de participar en el principal desfile de la ciudad. Muchos no han sido aceptados en la Hermandad. A él se lo debían. Su madre lleva años bordando el manto de la Virgen y decorando con flores los pasos que desfilan año tras año. Cuando Santiago le dijo que quería entrar en la cofradía, ésta tuvo ganas de llorar. El Claveteado había hecho el milagro y había apartado a su único hijo de las malas compañías y de toda esa mierda que ella sabía que consumía. A partir de ahora todo cambiaría. Tenía que cambiar. A cada golpe de timbal, Santiago piensa en las chicas que se le acercarán al final, en el cuerpo desnudo de Cristina que le dijo que hacerlo con un tío vestido así, sería como hacerlo con un cura. Y qué jodidas ganas de fumar un poquito de lo que le pasó Abel. El ruido va subiendo y cree que se va a marear.


Los penitentes van ocupando su sitio alrededor de la plaza, es una coreografía tantas veces ensayada, esparto sobre cera, negro sobre negro. El viento huye de San Prudencio como si le aburriera la estampa de siempre. Cientos de bombos y tambores, cientos de golpes enmudecidos van cayendo sobre los allí congregados como latigazos en la espalda lacerada de Jesús. Los farolillos que portan las mujeres del Claveteado hacen que la luz crezca como recién salida de una lamparita de gas, que al girar la ruedecilla, iluminara la habitación de un tuberculoso. Magdalena va descalza, casi se está arrepintiendo, acaba de pisar un chicle y maldice al que lo escupió hace poco tiempo, según deduce al sentir la saliva en la planta del pie. Le gustaría cambiar de vida pero no sabe cómo. Dos bocas que alimentar y un chulo insaciable no le dejan muchas salidas. Si sus clientes la vieran allí, sería la ruina para su negocio. En la iglesia alguno pareció reconocerla después de un instante de duda al buscar sus formas debajo del ropaje y el cíngulo de tres nudos. Al año que viene se quitará las cadenas de los tobillos, seguro. Tampoco hay que pasarse.


Alguien da una señal con el brazo levantado, suenan las trompetas y después de tres estruendos que pudieran levantar las faldas de las chicas, silencio. El murmullo de los que comentaban protegidos por el sonido de los tambores, queda obscenamente al descubierto a la vez que un siseo les afea y les ordena callar. Ahora sí. SILENCIO. Sólo escucharías el tintineo de las argollas golpeando los atributos metálicos procesionales, si hubieras podido colocarte en la primera fila de la plaza reventada. Juan se ajusta por fin el tercerol después de reposar el estandarte en el suelo. Traga saliva y los pulmones le hacen apretar la mandíbula. Un brutal golpe en un bombo hace que los hermanos en Cristo se vuelvan hacia la oscura puerta de San Marcial. Se acerca el momento. Las trompetas lo señalan. Los focos laterales de la descascarillada portada churrigueresca, descargan una luz que hace daño. Al fondo se puede adivinar a la policía nacional en traje de gala llevando en andas el paso del crucificado, que un año más, se dispone a pasear por la ciudad. El cabo Pedro no sabe que sus compañeros tienen orden de arrestarlo nada más terminar el ritual. Sus manejos fueron descubiertos por un confidente. Comienza el redoble de los tambores y poco a poco va subiendo en intensidad al mismo tiempo que se une el martilleo de timbales y bombos. La recoleta plaza ya es atronadora. El paso se acerca tristemente al dintel. Un desgarrador toque de corneta que pudiera provenir de otro tiempo marca el momento. Las muñecas casi no dan más de sí, los hombros elevan brazos al cielo que descargan con furia en los sufridos parches. El frenesí se apodera de la noche cuando al fin el muerto sale a la calle. Duelen los oídos y los huesos cuando inician el redoble final los enlutados y das gracias a Dios cuando aquel infierno termina.

lunes, 6 de abril de 2009

NARRATIVAS

Es hora de ponerse serio. Y es que toca hablar de la prestigiosa Revista que da título a esta entrada. Los lectores más perspicaces, me imagino que alguno debe andar por ahí, se habrán dado cuenta de que a la etiqueta LITERATURA con la que señalo mis intentos literarios, se le han caído las interrogaciones. No es hora de preguntar sino de afirmar.
La Revista Narrativas, que tan acertadamente coordina D. Carlos Manzano (nótese el guiño), me ha hecho el honor de publicar uno de mis relatos, La Iglesia de Gabor, en su número 13, correspondiente al periodo Abril-Junio 2009. Muchas gracias, de todo corazón.
Os dejo un enlace para que podáis perderos en sus páginas y disfrutar, como yo lo estoy haciendo, con el arte de mis compañeros de viaje.
Mención aparte, por supuesto, para uno de los textos que se incluyen en este número, Castañas pilongas, uno de mis relatos favoritos del gran José María Morales.